"[...] ya de entrada nos encontramos con una delirancia visual que en un primer momento nos retrotrae a la experimentación visual de la tercera entrega [...]"
Pero esto ha de matizarse, pues ya de entrada nos encontramos con una delirancia visual que en un primer momento nos retrotrae a la experimentación visual de la tercera entrega pero que bajo un análisis atento se revela como un producto freudiano de asimilación de la Escuela del Minimalismo Artístico (también conocida como Escuela de la Ley del Mínimo Esfuerzo o Escuela de Los Que No Saben Dibujar y No Quieren Admitirlo) donde se inicia una narración cargada de absurdo grotesco y transexualidad que parte de una premisa que parece derivada de una paja mental de esas que todo el mundo tiene de cuando en cuando (auque en número proporcionalmente inferior a las pajas habituales, y no, no hablo de las de los refrescos).
"[...]consigue frenar ese efecto de deja vu brutal con la inclusión de nuevos personajes [...], como Honorato 'el Tuerto' "
Tal desarrollo en la trama queda rápidamente cortado, frenado si lo prefieren, por la irrupción de viejos conocidos. Shimart lleva a cabo así una labor casi arqueológica recuperando escenas de archivo de los Dork Dungeons precedentes pero remontándolas y cambiando diálogos en un ejercicio de autocanibalismo y fagocitación personal marcado por el uso de lo digital como fin último y no como herramienta de un forma harto similar a la de cierto fulano apellidado Lucas. Shimart por suerte no deja arrastrarse de tal forma y consigue frenar ese efecto de deja vu brutal con la inclusión de nuevos personajes fascinantes en su esencia, como Honorato “el Tuerto”, nuevo villano de la saga al que acompaña un debutante George W. Bush junto con personajes entrañables como Paco Jones (¡que bien se conserva este hombre!) y por encima de todo… el gran Bububup (lo cual nos lleva a reflexionar que el autor sigue empecinado con su temor a los monstruos deformes de color púrpura)"[...]cameos/apariciones más o menos relevantes de Dios (el de verdad) y DIOS (o sea, Alan Moore, el de VERDAD)"
A esta altura la narración degenera momentáneamente en poco menos que una melee entre villanos, villanas y gente de mal vivir propia de un kaiju eiga de Jun Fukuda, haciéndonos temer lo peor, pero la historia no tarda en recuperar el pulso gracias a los cameos/apariciones más o menos relevantes de Dios (el de verdad) y DIOS (o sea, Alan Moore, el de VERDAD), hecho del cual el autor se permite incluir el único elemento comercial de este Dork Dungeons que casualmente no chirría con el conjunto de la obra (aquello de Hyde dando por el culo debe tener abundantes segundas lecturas) para luego introducir una serie de momentos ya cercanos al clímax cargados de sentimiento nietzschiano (“¡Me cago en Dios, qué susto me has dado, Dios!”), todo ello envuelto en una vorágine destructiva en la que, entre otras cosas, asistimos a la destrucción de Chick Publications (¿lectura metalingüística del autor?) y que culmina en una petada que bien podría haber salido de la cabeza de Katsuhiro Otomo como mínimo.
"[...] culmina en una petada que bien podría haber salido de la cabeza de Katsuhiro Otomo como mínimo."
Podemos decir pues que este Dork Dungeons VI es una obra notable que recupera en parte la poesía perdida de la saga y que se libra de muchos de los defectos de su inmediato precedente, recuperando ese sanísimo sentido del absurdo, pese a que en términos generales adolece de una falta de originalidad preocupante que nos lleva a pensar que el próximo paso a dar en la saga ha de ser una renovación total... o morir. ¿Y para cuando un Dork Dungeons con las pelotas indestructibles de Bush como protagonistas? Ya es hora de un spin-off a la saga.
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